Crítica: butterfly Vision, un testimonio de resiliencia
Butterfly Vision (Bachennya metelyka; Maksym Nakonechnyi, 2023)
En febrero de 2022, el ejército ruso, por órdenes del presidente Vladímir Putin, invadió el territorio de Ucrania y escaló una guerra que rápidamente capturó la atención internacional. A más de un año de esto, el resto del mundo ha desviado su atención hacia otras noticias, pero esto no quiere decir que la guerra haya terminado.
Butterfly Vision, dirigida por Maksym Nakonechnyi, no se trata de esta más reciente y más conocida etapa de la guerra, pues fue completada antes de ella. Sus eventos ocurren después de 2014, cuando Rusia tomó la península de Crimea y grupos separatistas se levantaron en regiones del este de Ucrania.
El haberse estrenado después de la invasión hace difícil que eventos más recientes no coloreen nuestro punto de vista. Pero el cine no es lo mismo que las noticias y aunque Butterfly Vision puede haber perdido actualidad, igualmente ofrece una mirada retrospectiva a una crisis que solo se ha vuelto más urgente.
Butterfly Vision ofrece una mirada necesaria a otras historias en Ucrania
Quienes experimentamos la guerra de Ucrania a través de las noticias y videos virales en internet podemos encontrar algo de interés en su propuesta visual, que hace énfasis en la mirada digital de las cámaras, que llegan a capturar la realidad y dispersarla por el mundo.
Su primera imagen simula la mirada de un dron, no solo porque la cámara se eleva por los cielos, pero también porque la pantalla incorpora los números y guías visuales de la interfaz y en el sonido imperan las hélices. Nos volvemos conscientes del aparato antes que del paisaje y de la guerra, que primero se asoma a través de súbitas ráfagas de disparos.
Sólo después de este prólogo sin personajes es que conocemos a su protagonista, Lilya (Rita Burkovska), una joven soldado que regresa a Ucrania después de un tiempo capturada por el enemigo. La película intercala entre su típico estilo realista (cámara en mano temblorosa, tomas prolongadas sin cortes) y la mirada de los medios: cámaras de televisión con visibles interfaces y una transmisión en vivo por internet.
La presencia de una reportera no solo sirve para informarnos de los pormenores de su situación, pero también para resaltar la naturaleza pública de todo esto. Lilya debe enfrentarse a este momento traumático mientras el resto del país mira.
Su reunión con su madre (Myroslava Vytrykhovska-Makar) y su esposo Tokha (Lyubomyr Valivots) no es particularmente sentimental. En el camino a su casa, la atención de Lilya se pierde mirando por la ventana del auto y fumando. Nos toma tiempo saber lo que sufrió exactamente durante el tiempo que estuvo en manos de sus captores.
Mientras se baña, vemos heridas en su espalda. Cuando asiste a un hospital para una consulta, la doctora menciona pruebas para sífilis, VIH, así como daños en su útero y más adelante le dice que está embarazada. Solo entonces concluimos que Lilya fue violada.
El estilo de visual es tan parco y seco como la actuación de Burkovska. La película se rehúsa a tratar lo que pasa con mucho sentimentalismo, e incluso se resiste a mostrarnos mucho de lo que siente Lilya. Pocas veces la vemos sola, pasa más tiempo interactuando con su familia y sus amigos de las fuerzas armadas. Son situaciones que la obligan a actuar con cierta normalidad, a esconder y sublimar el dolor que probablemente está sintiendo.
Su diagnóstico es mostrado de manera indirecta, nuestra mirada de Lilya y la doctora es bloqueada por una pared, como si la película temiera entrometerse en la privacidad de su propia protagonista. Pero se siente apto que la película esté más preocupada con su comportamiento que con su psicología. No tiene pretensión de saber lo que le pasa, quizá porque a la misma Lilya le cuesta saberlo.
De vez en cuando, la película corta hacia destellos de su tiempo en cautiverio. Algunos de estos aparecen con el típico lenguaje visual del trauma en el cine: un gesto o acción en su actualidad que se parece a algo que vivió en su encierro detona ese recuerdo. Lo que la película hace de novedoso es incorporar ruido digital (como cuando se reproduce un archivo de video corrompido) para marcar estos saltos.
La decisión parece inusual hasta que nos damos cuenta de que la propia experiencia de Lilya en la guerra está filtrada a través de las pantallas, pues ella sirvió como operadora de drones para reconocimiento aéreo. Su pasado militar se cuela a su vida después de ella, incluso en la forma de mirar.
Pero incluso cuando la intención es clara, estos destellos de su trauma se sienten de más. Quizá porque la película, en la misma forma en que retrata la vida diaria de Lilya, con sus complicaciones y ocasionales alegrías, hace un buen trabajo de que este trauma se mantenga presente sin tener que mostrarlo. Verla atada en espacios sombríos añade poco más que shock superficial.
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Incluso cuando se restringe al punto de vista de una soldado ucraniana, que constantemente muestra determinación y pocas veces se quiebra, la película no es un retrato simple de heroísmo.
Una subtrama trata con las atrocidades cometidas por las mismas tropas ucranianas, exponiendo sus actitudes racistas y crueles. La película no dice que ambos bandos son igual de malos, es más bien un reflejo de lo compleja que es la realidad cuando se vive y no solo se toman pedazos de ella para propósitos ideológicos.
Llama la atención una escena en la que Lilya trata de subirse a un camión y el chofer le insiste que se baje. Como militar, Lilya tiene derecho a viajar sin pagar y el chofer lamenta quedarse sin esa tarifa. Lilya no solo no es vista como héroe, para otros la guerra ni siquiera es una preocupación inmediata. Puede que este no sea el caso actualmente, pero nos ayuda a entender el estado mental que llevó a la actualidad. Butterfly Vision es algo dispersa, pero momentos así nos hacen sentir que la vivimos, en lugar de que solo nos cuenten lo que pasa.