Crítica: El Eco es una preciosa mirada a la vida rural cortesía de Tatiana Huezo
En El eco, la directora salvadoreña establecida en México Tatiana Huezo regresa a un espacio como el de su documental anterior, El lugar más pequeño y su debut de ficción Noche de fuego: una comunidad rural con muchas historias que contar.
Hay diferencias importantes, tanto en ambientación como en enfoque. El pueblo específico que le da el título a la película se encuentra en el estado de Puebla, en el municipio de Chignahuapan. Y aunque su atención se extiende a sus diversos pobladores y formas de vida, su interés principal se encuentra en sus habitantes más pequeños. El eco es específicamente una película sobre la infancia.
La vida rural (y sus frecuentes carencias) son un tema recurrente en el cine documental mexicano y hay muchas formas en que Huezo podría haber hecho una obra mucho más convencional. Pero El eco evita totalmente dos de las técnicas más características del formato: la entrevista directa y la narración con voz en off. Los personajes no nos explican sus vidas, nos cuentan de ellas solo cuando las discuten con otras personas del mismo pueblo. El enfoque es inmersivo. Huezo nos sumerge en El eco, dejando que nos perdamos en él.
¿De qué va El eco?
La película cuenta con cuatro personajes femeninos principales: Montserrat, María de los Ángeles, Luz María y Sarahí; las cuatro están en algún momento entre la infancia y la adolescencia. El constante salto entre ellas y las demás personas que las rodean nos dificulta decidir en cuáles debemos concentrarnos, pero este es precisamente uno de los placeres. Sentimos que los conocemos incluso antes de que podamos ponerles un nombre a los rostros.
Más que contar una historia con principio y fin, El eco combina episodios de la vida cotidiana que, a manera de collage, crean una rica imagen de la vida en este valle rodeado por montañas. Hay situaciones que plantean conflictos claros: una de las niñas quiere participar en carreras de caballos, pero su madre no la deja, uno de los padres quiere pasar más tiempo en casa, pero tampoco parece receptivo a la idea de que su esposa trabaje.
No obstante, estos problemas no reciben un seguimiento que nos permita hablar de ellos como tramas individuales. Son solo algunas de las muchas cosas que transcurren en el pueblo.
Las actividades cotidianas son el ingrediente principal de El eco
Más tiempo se le dedica a mostrar las actividades diarias: el trabajo de la tierra, el cuidado de los animales, la preparación de los alimentos. El trabajo y la vida resultan inseparables. Desde pequeños, los habitantes de El eco están sumergidos en las actividades con las que se deberán sustentar y ganar la vida.
Lo notamos desde el primer momento de la película, cuando una niña correr detrás de un animal que acaba de caer a un charco. Es uno de muchos que les sirve de alimentación o de trabajo, por lo que sacarlo de ahí es una responsabilidad más, pero el tono de su rescate es también de risas y alegrías.
Hay (juego de palabras totalmente intencional) ecos a Noche de fuego (estrenada hace tres años, pero realizada durante el proceso de investigación de El eco), particularmente en las escenas que nos muestran el salón de clases local, así como una en la que una de sus protagonistas sube a un cerro para tener recepción celular y escuchar música.
A diferencia de aquella película y también de su segundo largometraje Tempestad, ambas denuncias decididas a los horrores actuales de México, aquí hay pocas señales de la violencia cometida por las autoridades o el crimen organizado (hay mención de un grupo de soldados que secuestraron a una joven, pero los detalles no son específicos; se queda como algo que pudo haber ocurrido muy lejos).
El señalamiento a los problemas de la comunidad coexiste con una mirada infantil
Hay, por supuesto, adversidades, que principalmente tienen que ver con la falta de oportunidades y dinero que hay en el pueblo. Sin haber cursado más que la secundaria, los jóvenes de El eco ya piensan irse a otro lugar en busca de trabajo. Pero esta problemática aparece solo cerca del final de la película; para entonces hemos tenido amplia oportunidad de conocer este lugar y a sus muchos personajes, por lo que sus necesidades no los definen en nuestros ojos y el sentimiento de lástima no nos gana.
Se nos menciona la tala clandestina en los bosques que rodean a la comunidad. Y el comentario casual de un padre a su hijo (“los hombres nos levantamos platos, para eso son las mujeres”) nos hablan de una sociedad con estrictos y arraigados roles de género. Un funeral aparece como un espacio para la tristeza, más no el melodrama.
De nuevo, el toque de Huezo es delicado. La ocasión parece una ceremonia cualquiera hasta que vemos la fotografía del difunto. Vemos caras decaídas, más no lágrimas ni llanto. La película nos da más que suficiente para imaginarlas.
El eco captura la inocencia sin caer en la ingenuidad. Nos muestra con detalle la vida diaria del pueblo y sus variados habitantes, pero los niños siempre se mantienen al centro. En la escuela, sus pequeños y jóvenes muestran conocimiento, curiosidad y ganas de compartir y ese mismo espíritu se extiende a la mirada de la película.
A veces, la cámara se detiene en sus rostros–Huezo y el director de fotografía Ernesto Pardo los muestran sin caer en lo sentimental; sus ojos y sonrisas son emotivos sin llegar a manipular–acompañada de una nota sostenida que nos sugiere un vistazo al interior de su ser, pero sin presumir que sabe qué piensan.