Los que se quedan es una película de adversidad y aceptación
Los que se quedan se desarrolla principalmente en la academia de Barton, un prestigioso y exclusivo internado de Nueva Inglaterra que está por terminar sus actividades escolares para el año de 1970. La mayoría de los muchachos están listos para regresar con sus familias; encargado de aquellos cuyos padres no pueden (o no quieren) recogerlos está Paul Hunham (Paul Giamatti), un estricto y exigente maestro que enseña historia antigua.
Asistido solo por la cocinera Mary Lamb (Da’Vine Joy Randolph), quien guarda luto por la muerte de su hijo y, por lo tanto, decidió quedarse, Paul debe cuidar de dos niños y un trío de adolescentes que incluyen a Angus Tully (Dominic Sessa), un muchacho que contaba con viajar a la isla caribeña de San Cristóbal antes de que su madre abruptamente decidiera emplear las vacaciones para estar con su nuevo esposo.
Los que se quedan es una película con un ritmo cómodo
Podemos ver a dónde va todo esto. Podemos contar con que este trío de personas de distintos trasfondos, que no compartiría la temporada si las circunstancias no los hubieran obligado, poco a poco se volverá más cercano; sobre todo una vez que el resto de sus compañeros se va y Angus se convierte en el único estudiante en el campus. Anticipamos esas lecciones de vida y esa amistad improbable que caracteriza a las películas que aspiran a lo inspirador. Pero incluso con este planteamiento familiar, Payne se resiste a que la resolución sea obvia desde el principio. Paul, Mary y Angus nos dan la impresión de ser personas normales y relativamente bien ajustadas a sus respectivas situaciones. Y la película encuentra un cómodo ritmo siguiendo de cerca sus vidas diarias; nos acostumbramos a pasar tiempo con ellos antes de conocer sus principales conflictos.
Vemos a Paul recurrir a una botella de licor, pero no nos da la impresión de un alcohólico porque su compromiso al rigor y la disciplina de los muchachos sigue firme, así como su lucidez para recitar citas y eventos históricos o enunciar coloridos insultos (la elocuencia y el ingenio de Paul son los elementos más disfrutables y originales del guion).
Aunque Mary está pasando por la pesadilla de toda madre, no descuida su trabajo y se mantiene abierta y con sentido del humor. Los exabruptos de Angus pueden explicarse por la rebelión típica de la adolescencia y por el ambiente de privilegio y permisividad al que los hijos de estas familias ricas están acostumbrados; no nos sugieren un sufrimiento extraordinario.
Alexander Payne sabe usar la cámara en los momentos emocionales que lo necesitan.
Los mejores instintos de Payne como cineasta aparecen también en el aspecto visual. La apariencia granulosa y los colores de la imagen emulan las películas hechas por el Nuevo Hollywood de los setenta, cosa que enriquece la ilusión de la época. Pero la forma en que Payne y el director de fotografía Eigil Bryld colocan y mueven la cámara, o el ritmo creado por el editor Greg O’Bryant, le deben también a la precisión y disciplina más clásicas.
La película observa a sus personajes con una distancia natural y se acerca solo cuando la intensidad emocional de la escena lo exige. No recurre a movimientos demasiado complejos ni trata de exagerar lo que nos muestran–una divertida excepción: cuando Angus se cae y se lastima el hombro, el lente de gran angular hace que la situación se vuelva más absurda, pero este recurso es solo efectivo por el uso limitado.
Alexander Payne siempre ha sido un cineasta sensible, con una atención al lado cotidiano y social de sus personajes que resulta cada vez más rara en un cineasta estadounidense que sigue recibiendo amplio prestigio y reconocimiento en premios. Pero en Los que se quedan, el primer crédito para cine del veterano de televisión David Hemingson, no está trabajando con su mejor material. A pesar del tacto que exhibe en ocasiones, sus emociones e ideas terminan siendo demasiado simples.
Es claro que las diferencias de clase están en su mente y que el contexto histórico juega un papel. El hijo de Mary, quien se enlistó en el ejército con la esperanza de obtener una beca de servicio militar, pero murió en combate en Vietnam, contrasta con los muchachos de familias ricas que, a pesar de sus muchas travesuras y fracasos académicos, pueden contar con que van a terminar bien parados. Y entre más conocemos las historias de Paul y de Angus, más entendemos sus razones para guardarle rencor al ambiente de privilegio que da la impresión de cobijarlos. Venimos a pensar que, para los ricos, las otras personas, incluyendo sus propios hijos y pares, son más o menos desechables.
Los que se quedan no se compromete del todo con el comentario social, pero sí en la individualidad.
No obstante, Los que se quedan no se compromete del todo con el comentario social ni a la exploración detallada de la vida en una burbuja de la élite. Su enfoque en historias individuales de adversidad y aceptación nos hacen pensar en la palabra humanista, pero la película carece del azar y curiosidad necesarios para ser, totalmente, trascendentalmente humana.
Para el final, Paul, Mary y Angus carecen de ambigüedad y riqueza. Los secretos que nos revelan explican de manera muy limpia quiénes son. Carecen de la intriga necesaria para quedarse verdaderamente grabados en nuestra memoria. Sus personajes secundarios, como una muchacha bonita que Angus conoce en una fiesta o la colega por la que Paul se siente atraído, están ahí para cumplir una función inmediata y no tienen impacto más allá de sus pequeñas escenas. En otros, como el bravucón y rival de Angus o el director de la escuela, cada elemento de su personalidad está pensado para que su cómico castigo final sea más satisfactorio.
Alimentan la idea de que Los que se quedan es una película diseñada para hacernos sentir de cierta manera y que, a pesar de aludir a los distintos matices que nos hacen seres humanos complicados, explorarlos no es su principal intención. Esto puede ser efectivo para algunos, demasiado calculado para otros. Quizá no descubrimos nada nuevo, pero el camino para reafirmar esas cosas que seguro ya creíamos, es simpático y placentero. A veces, algo así es justo lo que le pedimos a las fiestas decembrinas.