Crítica: El Conde es atrevida, rica en posibilidades pero también en problemas.
El Conde de Pablo Larraín, una obra de imaginación histórica, se puede sintetizar en una pregunta: ¿qué pasaría si Augusto Pinochet, dictador que derrocó a Salvador Allende en 1973 y gobernó Chile hasta 1990, fuera un vampiro como aquellos del cine en literatura? La premisa es atrevida, rica en posibilidades, pero también en problemas. Por un lado, es una oportunidad para resignificar la imagen y la memoria de un personaje histórico a través del lente del cine de género: tocar horrores reales a partir de horrores fantásticos. Por otro, corre el riesgo de caer en la explotación, en trivializar eventos no tan distantes e insultar a sus víctimas bajo el pretexto del entretenimiento.
¿Qué tiene que ver Drácula con Pinochet en El Conde?
El simbolismo parece tan intencionado como su fecha de estreno: la película llega a Netflix apenas unos días después del aniversario número 50 del golpe de estado. Tiene sentido que Larraín asocie a Pinochet con dicho monstruo en particular. ¿Qué nos viene a la mente cuando pensamos en los vampiros? Aunque las reinterpretaciones del vampiro abundan, me atrevo a decir que el imaginario colectivo sigue dominando la versión de Drácula de la novela Bram Stoker.
El conde de Transilvania y su vida de aislamiento y decadencia se sienten cercanas a la imagen de un militar que se dedicó a enriquecerse con su férreo control de un país del tercer mundo. Y por supuesto, las comparaciones con una criatura que sobrevive a través del consumo de sangre humana le caen como anillo al dedo a un hombre que presidió un ejército que desapareció y asesinó a miles para mantenerlo en el poder.
La metáfora vampírica le da a Larraín otras oportunidades narrativas.
Los vampiros son tradicionalmente inmortales, y en su reinvención de la historia de Pinochet, Larraín y el coguionista Guillermo Calderón trazan una línea directa entre luchas políticas que van más allá de Chile. Tras atestiguar la caída de Luis XVI y María Antonieta durante la Revolución Francesa, el joven soldado del ejército francés, Claude Pinoche (Clemente Rodríguez), jura usar sus poderes vampíricos para viajar por el mundo y combatir otras revoluciones populares. Una narradora, en inglés, nos cuenta de su paso por Haití, Rusia y Argelia antes de convertirse en “el Conde” (Jaime Vadell), general del ejército chileno y dictador.
Este pasado europeo es una transformación creativa de la herencia del verdadero Pinochet (tenía raíces francesas del lado de su padre y vascas del de su madre), al mismo tiempo que añade una capa de comentario sobre el racismo que impera en un país americano colonizado por Europa. La voz de la narradora nos cuenta del desprecio del Conde por el sabor de la sangre obrera sudamericana y el manjar que es la sangre inglesa. Más adelante descubrimos la extensión a la que llega la obsesión del Conde por la caída monarquía francesa.
La fotografía del Conde es espectacular
No hay duda de que El Conde luce preciosa: la fotografía en blanco y negro viene de la mano del estadounidense Edward Lachman, cuya larga y lograda filmografía incluye joyas visuales como Las vírgenes suicidas de Sofia Coppola y Carol de Todd Haynes. Edificios coloniales, luces fuertes y lentes angulares nos muestran al Conde arrancándole el corazón a sus víctimas en sangrientos homenajes al horror gótico clásico.
Invisibles efectos visuales hacen que sus vuelos por los rascacielos de Santiago sean más majestuosos que las hazañas de cualquier superhéroe de Hollywood reciente. Una referencia clave parece ser el danés Carl Theodor Dreyer. La casa de campo del Conde comparte la atmósfera rural y opresiva de su Vampyr y en su caracterización de la monja Carmen (Paula Luchsinger), la película parece empeñada en evocar a La pasión de Juana de Arco. La película la peina y encuadra como Dreyer hizo con Maria Falconetti.
Pero más para mal que para bien, El Conde decide tener una trama y Larraín y Calderón no logran dotarla de propósito. Cansado de siglos de vida, el Conde decide morir. Antes de ello, no obstante, debe reunir a su familia para decidir cómo repartir las riquezas que ha acumulado durante la dictadura y sus vidas anteriores. En un retirado lugar de la costa se reúnen él, su esposa Lucía Hiriart (Gloria Münchmeyer), su mayordomo Fyodor (Alfredo Castro), sus cinco hijos y la monja Carmen, haciéndose pasar por una especializada y discreta contadora.
En lo que se desarrolla como una versión de Succession del hemisferio sur, la metáfora del vampiro es de nuevo pertinente. “El Conde” insiste en dejarle sus riquezas a sus hijos porque ellos, incapaces de trabajar, no tienen otra forma de sostenerse. Ellos pueden no tener poderes sobrenaturales, pero no son menos parásitos chupasangre. El planteamiento se presta para una entretenida intriga, pero el desarrollo es confuso.
Larraín parece apoyarse en las pretensiones artísticas de su propuesta visual para excusar una construcción dramática débil. La narración está llena de explicaciones, pero nunca es claro quién quiere, qué cosa o por qué. Después un rato, deja de importar. Las imágenes no están ahí para fomentar ricas y variadas interpretaciones, sino para distraer y parchar los huecos de la narrativa.
La temática de El Conde es relevante, pero está bien desarrollada.
Es una lástima, pues la temática de El Conde es tristemente importante. Aunque sumergida en el pasado, tanto por su temática como por su estética, la película invita a pensar en el presente: en el ascenso de los movimientos de ultraderecha alrededor del mundo, en la gente que mira con ansias el regreso de una líder fuerte e inclemente, cuya violencia y autoritarismo son vistos como puntos a favor y no en contra. Figuras que se sostienen por su imagen y una falsa reconstrucción de la historia, en un pasado imaginario. Su ascenso depende de que olvidemos lo que pasó, o que enaltezcamos a los opresores del pasado. Hay algo pertinente en el intento de ridiculizar y querer quitarles el poder de su imagen.
El trasfondo de El Conde es obviamente fantástico, pero igualmente se nota su intento de clavar una estaca de madera en el legado de Pinochet. No apunta a una reconstrucción oficial de la historia (aunque el guion está detalladamente informado en los diferentes escándalos reales de él y su familia), sino emparentarlo con un monstruo en específico.
Le interesa lo vívido, más que lo verdadero. La idea de que los tiranos viven mucho porque su riqueza los protege, mientras sus víctimas sufren abruptas y violentas muertes. Pinochet murió a los 91 años, Lucía Hiriart a los 98 y Henry Kissinger, uno de los oficiales estadounidenses que más apoyó el golpe de estado, sigue desmintiendo la idea de que no hay mal que dure más de cien años.
Pero El Conde trivializa, no porque pone a Pinochet en ridículo, sino porque se rehúsa a hacerlo. Carmen deleitándose con sus movimientos por los aires es una seria contendiente para una de las imágenes más bellas que el cine nos ha dado este año, pero es un despropósito. No hace a Pinochet más absurdo, sino romántico. El Conde no se parece a la clase de película que un director aclamado hace como proyecto personal, sino a una colaboración con una marca de moda de lujo. Es una película inmaculada pero inerte.
Cine, Crítica, 3 estrellas, 2023, Pablo Larraín, Jaime Vadell, Clemente Rodríguez, Gloria Münchmeyer, Paula Luchsinger, Al